miércoles, octubre 25, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (37): Ha nacido una estrella (el antifascismo)

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 



Lo más importante para Beria es que, como autor del libro, él, que según Merkulov no leyó ni las pruebas de imprenta y que de marxismo-leninismo iba justito, se convirtió en el más dedicado y meticuloso notario de la vida de Stalin en aquel momento. Recibió, eso sí, una reprimenda del Politburo, dado que el Partido en Transcaucasia había re publicado escritos de Stalin de 1905 sin permiso; pero estoy seguro de que eso le dio igual. Las sucesivas ediciones del libro fueron revisando (léase agrandando) todavía más el papel de Stalin. Así, el libro está repleto de cosas como que Stalin ya se hizo miembro del primer grupo revolucionario georgiano, el Mesame Dasi, a finales del siglo XIX; y que, de hecho, su entrada en el mismo le aportó “una nueva identidad revolucionaria”. Stalin pronto formó la primera minoría bolchevique junto con el escritor Lado Ketskhoveli (el auténtico introductor de Stalin al marxismo) y Alexander, llamado Sasha, Tsulukidze. Ambos compañeros de viaje habían muerto en 1903 y 1905, respectivamente; así pues, no había problema en compartir con ellos la gloria. Lo malo es que otros cronistas como Makharadze, que sí había sido miembro del Mesame Dasi, no recordaban la existencia de ninguna minoría discrepante dentro de una melodía, en aquellos tiempos, claramente leninista (aunque la organización acabase siendo absorbida por el menchevismo).

El libro de Beria, por lo demás, otorgaba a Stalin un liderazgo en movidas políticas y sindicales que tenía que haber ejercido cuando era un adolescente en el seminario. También lo hacía organizador y principal figura de la conferencia de los socialdemócratas celebrada en Tibilisi en noviembre de 1901; siendo lo cierto que quienes habían estado en la misma no recordaban haberlo visto por allí.

El elemento revolucionario del que los transcaucásicos estaban más orgullosos, de largo, era la organización de una prensa clandestina en Bakú en el año 1901; algo que funcionó tan bien que proveyó de panfletos a toda la socialdemocracia rusa. Fue Lado Ketskhoveli, el hombre de quien Stalin se decía discípulo, quien lo inició todo. En sus propios recuerdos, Yenukidze citaba varias visitas a Tibilisi, por orden de Ketskhoveli, para allegar fondos. En uno de estos viajes, cuenta, se vio con dos jóvenes miembros del Partido, uno de los cuales era Stalin. Los comunistas georgianos se negaron a dar dinero para la imprenta a menos que la controlasen directamente, a lo que Ketskhoveli se negó en redondo. Finalmente, los revolucionarios de Tibilisi les dieron cien rublos.

Como se ve, si el relato de Yenukidze es cierto, Stalin tuvo que ver en lo de la imprenta de Bakú entre nada y absolutamente nada. Esto es lo que hizo el libro del viejo revolucionario georgiano tan jodido, e hizo que se le obligase a rectificar. El libro de Beria, sin embargo, habla de que la idea de la imprenta de Bakú fue de Stalin y de ese otro camarada innominado que estaba con él cuando les visitó Yenukidze (que nada podía decir, pues no estaba identificado); y que fue, de hecho, Stalin quien envió a Ketskhoveli a Bakú. En el libro de Beria, Yenukidze no tiene papel alguno. Para borrarlo, de hecho, el libro desentierra del total desconocimiento general a un cajista de imprenta llamado Vano Bolkvadze, que es citado en libro para decir que en la imprenta sólo trabajaron tres personas: él mismo, Ketskhoveli y un tercer impresor, Viktor Tsuladze. En sucesivas ediciones es Tsuladze y no Bolkvadze quien informa del tema con sus palabras, y sigue diciendo que eran tres los que trabajaban en la imprenta pero, por razones que desconocemos, ya no se cita a Bolkvadze, referido como “el tercer impresor”, sin más. Asimismo, conforme se fueron haciendo más ediciones, resucitaría Yenukidze en el texto; pero ya para ser presentado como un peligroso enemigo del pueblo.

El libro ataca de frente a Yenukidze, Makharadze y Orakhelashvili por haber intentado falsear la Historia. El último de éstos acabó tan jodido con esos ataques que le escribió una carta a Stalin para defenderse. Su carta nunca se publicó y todo lo que consiguió fue verse descrito como “enemigo del pueblo” en sucesivas ediciones.

Como una consecuencia lógica, supongo que ya estaréis pensando que los “culpables” señalados en el libro acabaron delante del paredón. Lo fueron, pero salvo Makharadze. Esto fue, más que probablemente, porque Makharadze, a principios de 1936 y oliéndose la tostada, publicó un artículo titulado A modo de autocrítica. Reconoció sus errores y prometió seguir su trabajo de historiador con las nuevas reglas, por así decirlo. Pero nunca llegó a escribir ese nuevo libro que anunciaba. Su muerte estaba cantada, pero obviamente alguien lo protegió, aunque no sabemos muy bien quién fue (¿Orzhonikidze?). Lo nombraron jarrón chino, es decir, presidente del Presidium del Soviet Supremo de Georgia, y se hizo un Francisco Franco, esto es, murió en la cama.

En la parte, digamos, positiva del libro, estaba el hecho de que pavimentó el camino hacia la valoración encomiástica del propio Beria, que era su "autor", además de máximo jefe del comunismo transcaucásico y miembro del areópago, es decir, el Comité Central. En 1936, un distrito territorial de Georgia, varias plazas en ciudades, institutos, factorías y hasta un estadio llevaban el nombre de Beria. Stalin no pareció verse contrito por esta actuación. En febrero de 1936, en el décimo quinto aniversario del poder bolchevique en Georgia, envió a Voroshilov a las celebraciones en Tibilisi con el encargo de besar en público a Beria en su nombre. Al mes siguiente, Beria envió una delegación de 146 representantes políticos y culturales georgianos a Moscú. Además, Beria apareció como autor de un largo artículo en Pravda analizando aquellos quince años de bolchevismo (de forma bastante favorable, por si no vas a leerlo).

Convertido ya en un héroe del pueblo, Beria hizo lo que todos los héroes del pueblo en algún momento: comenzar a apartarse de él. Su familia se mudó a un casoplón que te cagas en el 11 de la calle Machabeli. Asimismo, se hizo construir una lujosa villa en Gagra, para irse de vacaciones a poca distancia de la de Stalin, rodeada de viñedos y frutales; todo al estilo de las segundas residencias habituales entre el trabajador soviético medio.

Hablemos algo ahora de política exterior. Unas pocas semanas antes de celebrarse el XVII congreso, los japoneses habían intensificado sus acciones en Manchuria y, automáticamente, habían amenazado la línea férrea china que controlaban los soviéticos; se hablaba incluso de que pensaban invadir la esquina oriental del país. En esas semanas, además, la embajada alemana en Moscú comunicó su convencimiento de que los soviéticos estaban a punto de aceptar una oferta francesa para alcanzar un pacto de asistencia mutua. En ese ambiente, Litvinov intervino ante el Comité Ejecutivo Central el 29 de diciembre de 1933. En su análisis de la situación, el comisario de Asuntos Exteriores dividió a los países capitalistas en tres tipos: agresivos, no alineados, y dispuestos a acordar pactos de paz. En la primera categoría incluyó a Japón y a Alemania. Aunque decía que la URSS tenía el deseo de tener las mejores relaciones con Alemania, consideraba que los nacionalsocialistas estaban multiplicando las señales de hostilidad hacia el comunismo. En su interpretación, la reedición de Mein Kampf formaba parte de esta estrategia. Cabe recordar, en este sentido, que el capítulo 14 de este libro considera al Partido Bolchevique una especie de movimiento vicario del poder judío internacional, y da por más que probable que Alemania ataque a la URSS.

Esta intervención convenció todavía más al embajador Rudolf Nadolny de que Litvinov estaba tratando de impulsar entre la clase dirigente soviética la idea de una alianza con Francia. Sin embargo, en su reporte (9 de enero de 1934) Nadolny añade que informantes muy importantes le habían matizado que no se había tomado ninguna decisión aun; por ello, presionaba a su gobierno para tener gestos que evitasen que “ese judío”, en referencia a Litvinov, empujase a la URSS a los brazos de París. Al día siguiente, transmitió las confidencias de Radek a un periodista alemán, según las cuales no existían obstáculos insalvables para la amistad germanosoviética; sobre todo, si la tensión en Extremo Oriente se moderaba.

Todo lo que hemos leído lo había permitido Stalin. Stalin permitió a Litvinov escenificar una intensa preocupación con la actitud de Alemania; como había permitido a Radek insinuar que nada había cambiado entre ambas naciones. En sus intervenciones ante el XVII Congreso, se limitó a aseverar que el tiempo de la paz entre naciones capitalistas estaba a punto de acabarse; que habría una nueva guerra y, consecuentemente, nuevas oportunidades para los procesos revolucionarios. Los alemanes verdaderamente creían que en Moscú había una política antifascista; curiosamente, la misma interpretación que se impondría tras la segunda guerra mundial. Sin embargo, si tan antifascista era la URSS, ¿por qué sus relaciones con Italia fueron excelentes? La razón no estriba ahí. La razón estriba en que era Alemania la que se dejaba llevar por cierta tendencia, propia de los tiempos del káiser, de anti-rusismo. Stalin se apresuró a dejarle claro a Hitler que si Alemania se decidía por abandonar ese punto de vista, representado por personas como Alfred Rosenberg, el acuerdo entre ambas naciones era perfectamente posible.

Nadolny, en consecuencia, fue matizando sus valoraciones. Fue dándose cuenta, o alguien le hizo percatarse, de que entre Litvinov y Stalin había grandes diferencias. Que el segundo mantenía un tono mucho más calmado y que, sobre todo, el secretario general no mantenía una postura unitaria sobre Alemania y Japón, como sí hacía el comisario de Asuntos Exteriores. Ante el Reichstag el 30 de enero del 34, Hitler envió un mensaje a Stalin en el que venía a decirle que no había enemigos de los soviets en Alemania.

Las claras diferencias de enfoque entre el secretario general y su responsable de Exteriores le dejaron claro a Stalin que debía dar pasos para que la suya fuese la única voz en materia diplomática en la URSS. Por ello, convocó una reunión de la Komintern en la que Litvinov fue un simple delegado, y el peso de las conclusiones se otorgó a Dimitri Zakharovitch Malnuisky, quien era el hombre de Stalin en la Konmintern desde la expulsión de Bukharin.

Litvinov, y su visión sobre la necesidad de acercarse a las fuerzas antifascistas no necesariamente comunistas, no estaban solos, sin embargo. Uno de sus más que probables partisanos era Kirov, quien en discursos pronunciados en Leningrado se había acercado mucho a la idea. Para Kirov, el nazismo no era sino una nueva versión de los movimientos ultranacionalistas de derechas, antirrusos y antisemitas, que se habían desarrollado en Alemania antes de la Gran Guerra. En su posición, con seguridad, influía el hecho de que su mujer era judía. Kirov consideraba que Alemania y Japón eran “nuestros enemigos más claros y evidentes”.

Molotov y Kaganovitch, en esto como en todo lo demás, estaban con Stalin. Del lado de Kirov y Litvinov estaba Rudzutak y, para gran dolor de Stalin, y aunque no fuese un alto representante del Partido, Gorky. Entre los que se encontraban entre medias hay que destacar a Bukharin. El prohombre comunista venido a menos, que eran bien consciente de que Stalin lo estaba persiguiendo de alguna manera, tenía por prioridad acercarse al secretario general; pero, ideológicamente, comprendía y alentaba la cruzaba antifascista. Por eso, en su discurso ante el XVII Congreso, tras haberle pasado repetidamente la mano por el lomo al secretario general, comenzó a hablar de política internacional, apoyando la idea, propia de Kirov, de que los dos grandes enemigos del momento para la URSS eran Alemania y Japón; tesis que sustentó con largas citas de Mein Kampf.

Bukharin fue incluso más allá afirmando que la URSS “debía ir, por el bien de la Humanidad”, a la batalla contra esos dos enemigos. Aquella frase encabronó a Stalin, que quería cualquier cosa en la retórica oficial soviética menos la insinuación de que el país iba a tomar las armas contra Hitler. Kirov, de hecho, intentó arreglar un poco las cosas en el congreso celebrado en Leningrado, posterior al general del Partido, cuando dijo que “el camarada Bukharin había tocado la melodía correcta, pero desafinada”.

La táctica estalinista de esperar y ver, sin embargo, cada vez era menos útil para los intereses soviéticos. El 26 de enero, el mismo día en que se hicieron públicas las conclusiones del XVII Congreso, Alemania y Polonia alcanzaron un pacto de no agresión. El 6 de febrero, la agitación filofascista en Francia provocó una gran manifestación que terminó con violencia en las calles. La III República estaba en crisis, y eso era un gran problema para Moscú, pues si le dictaba a los comunistas franceses la misma instrucción que le había dictado a los alemanes: permanecer básicamente inactivos frente al avance fascista, incluso Francia podía perderse. Y si Francia se perdía, entonces todo el tablero geopolítico europeo debería rediseñarse. Así las cosas, el 12 de febrero el Partido Comunista Francés se unió a los socialistas en una huelga general de un día contra el fascismo; habían nacido las estrategias de frente antifascista en los países democráticos.

Stalin, sin embargo, siguió sin creer en la lucha directa contra el fascismo. Su estrategia seguía siendo esperar al estallido de una guerra europea entre capitalistas, de la que la URSS sacaría beneficio. Pero para ello necesitaba que en Europa hubiese dos bandos con fuerzas relativamente equilibradas; y ese equilibrio se rompería ostensiblemente si Francia se convertía en un Estado fascista. Por esta razón nació el antifascismo. No fue, ni de lejos, una convicción política, mucho menos una convicción política democrática porque el antifascismo no defendía ni las formas democráticas, ni la concepción democrática de la política. Lo que fue, es un movimiento estratégico para impedir un excesivo desequilibrio de fuerzas en Europa que hubiese impedido el estallido de una guerra, que era lo que buscaba Stalin. Por ello, la URSS, aunque se convirtió en el principal adalid de los frentes antifascistas en toda Europa, España incluida, siguió, durante todo ese tiempo, enviando mensajes a Berlín invitándole a la colaboración.

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